Yo amaba a mi padre sobre todas las cosas, con un amor animal. Me gustaba su olor, me gustaban su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y a meticulosa limpieza de su cuerpo. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. Fue la primera discusión teológica de mi vida y la tuve con la hermanita Josefa, la monja que nos cuidaba a Sol y a mí, los hermanos menores. Si cierro los ojos puedo oír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi voz infantil. Era una mañana luminosa y estábamos en al patio, al sol, mirando a los colibríes que venían hacer el recorrido de las flores. De un momento a otro la hermanita me dijo:
- Su papá se va a ir al infierno.
- ¿Por qué? - pregunté yo.
- Porque no va a misa.
- ¿Y yo?
- Usted va a irse para el cielo, porque reza todas las noches conmigo.Yo que entiendo las cosas bien, pero despacio, empecé a imaginarme todo el día en el cielo sin mi papá, y esa noche, cuando ella empezó a entonar oraciones, le dije:
- No voy a volver a rezar.
- ¿Ah no? – me reto ella.
- No. Yo ya no me quiero ir para el cielo. A mí no me gusta el cielo sin mi papa. Prefiero irme al infierno con él.
Pocos años después asesinaron a mi padre, en una calle de Medellín. Y yo entre en el infierno.
Pero sin él.