Cuando me fui del circo, en los años setenta, quería huir de aquello en el que se había convertido: Espectáculos infantiles llenos de tradiciones y convenciones vacías. Dentro de mí, tenía hambre de algo más grande, más esencial y excitante. Necesitaba provocaciones, luchas políticas, un arte necesario y emocionante. Sé ahora que lejos de ser una oveja negra, un revolucionario de la pista, mi instinto provocador estuvo inspirado por el incluso espíritu libertario que movía a mis ante-pasados. Frente al rígido sistema de clases que dividía la sociedad, el circo clásico era un lugar donde la gente de abajo, los obreros, los campesinos podían liberarse y abrirse nuevos caminos en la vida, eran héroes populares que demostraban que con esfuerzo físico, determinación intelectual y mucho sentido del humor, los pobres podían salvarse. Quizás más que el socialismo incluso, el mundo circense era la encarnación en clave utópica de la esencia filosófica del Siglo de las Luces. Por nacer en la última generación del circo tradicional y haberlo conocido desde dentro, en su verdadera narrativa dentro de la historia, creo que puedo en cierto modo considerarme: El Último Bufón. No es solo un espectáculo, es además una vuelta consciente a las responsabilidades éticas de mi estirpe. Es un levantamiento popular bufonesco contra la tiranía de hoy y de siempre.