En –OLIVIA Y EUGENIO–, madre e hijo enfrentan una situación extrema donde se cuestionan valores que surgen en tiempo de crisis. La tragedia se acerca irremediablemente a Olivia, que rememora su pasado haciendo un sincero ajuste de cuentas con su marido, madre, amistades, médicos, y con todos aquellos que presumen de ser normales, como políticos, profesionales y deportistas con éxito. Sobre ellos Olivia se plantea si son más normales que su hijo Eugenio, un joven con síndrome de Down. Finalmente, ¿quién es normal en esta vida? Al igual que Job Olivia también ajusta cuentas con Dios, quejándose de la cruel vejez que se lleva poco a poco órganos vitales que le permitían vivir dignamente. A pesar del latente suicidio, la obra quita hierro a la tragedia, es decir no la dramatiza ni la melodramatiza con discursos sentimentaloides, Olivia ya pasó esa etapa. Ahora se enfrenta a la mecánica de lo prosaico, lo ordinario. Esto sería análogo a un suicida que duda de la resistencia de la soga y tiene problemas para hacer bien el nudo corredizo. Ayuda a esta desdramatización la participación ingenua de Eugenio que sin querer abre una alternativa a la enésima hora obligando a Olivia a pensar si no hay otra solución o al menos postergarla. Al final, cuando todo está decidido y encaminado salta la sorpresa para ella y lógicamente para el espectador. Es una obra actual dentro del marco de la corrupción política, terrorismo, alcoholismo juvenil, inseguridad ciudadana, de la que se desprende otra pregunta, ¿quién es realmente feliz, una persona que parece tener éxito o un joven como Eugenio? Ha habido varias películas en España y en el extranjero donde han participado personas con Síndrome de Down, pero hasta donde hemos podido averiguar en –Olivia y Eugenio– es la primera vez donde actúa uno de ellos durante toda la obra. Tener a Concha Velasco llevando el peso del drama y a José Carlos Plaza como director es un orgullo muy grande para cualquier autor que pretende que su obra llegue a públicos comprometidos.