Un hombre maduro, frente al retrato de la madre muerta que acaba de enterrar, confiesa el gran secreto de su vida. Con una exclamación desgarrada proclama lo que le ha ocultado durante más de media vida para no herirla con sus traumas. ¡Madre, es verdad, soy gay! Lo que sigue no puede ser más que la historia de una vida torturada; una vida levantada sobre el diálogo silencioso que busca lorquianamente su voz. El gran secreto, la corriente de una conciencia desbordada fluye ahora, interpretada sobre el dialogo silencioso que busca lorquianamente su voz. El gran secreto, la corriente de una conciencia desbordada fluye ahora, interpretada por Fernando Gabelo, en todas las direcciones de la existencia: - La luz más intensa frente a la sordidez: la busca de la amistad y del amor de un niño dulce, un adolescente apasionado que se quiebra por obra de una violación sádica a manos de una pandilla de salvajes. - El espectro de una época y unos protagonistas que personifican el tiempo de silencio de aquella dictadura que los mayores vivimos y nos acompaña silenciosa: la comunidad del gran cabrón a cuyos pies se inclinan goyescamente sus adoradores, pero que el autor no representa de una forma deformada, pues fuimos sus herederos y sus víctimas en uno, cada vez más consciente de su condición retrógrada y cavernaria, generadora de secuelas tan crueles como el drama al que asistimos. - La experiencia de un monologo que, ¡oh, paradoja de las paradojas de lo humano!, está condenado a ser diálogo interminable del actor desnudándose ante un retrato, que a su vez, es representación de su pasado que, a su vez, es espejo de sí, que, al mismo tiempo, es imagen de los otros, sus espectadores. - Finalmente, acusación de oficio a los hijos más viles de los tiempos oscuros, aquellos que hicieron mal y se reconciliaron en lo más abyecto y se arrastran, incapaces de levantar la cabeza y respirar el aire más limpio y sanador de la conciencia: los torturadores. - “El más fuerte está preso”. “Otro se ha arruinado”, “El último es un alcohólico”. Fernando Gabelo encarga, pues, una vez que no juzga, que no pide venganza, que se siente víctima de la inhumanidad. Un hombre maduro y tierno que persigue ante nuestros ojos un sueño de amor. Tal vez sería ese sumador logro: el retrato sincero de quien no ha querido más que cumplir sus sueños frente al acoso de la sombría realidad. Y eso es lo que el público espera: el clamor de una verdad necesaria, pues no otra cosa busca todo escenario. Y eso es lo que necesitamos: la voz de la humanidad representada, sin víctimas ni renuncias: Así somos los espectadores, necesitamos que nos levante la caída en el vacío (de la realidad) y nos sostengan frente a las fantasías ilusas. En ese mundo imposible del escenario está la expresión de nuestros más secretos anhelos. En el invierno de Ourense. Manuel Zabal